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lunes, 22 de diciembre de 2014

Descartes

Meditaciones metafísicas

Tercera meditación: De Dios que existe



Cerraré ahora los ojos, taparé los oídos, apartaré mis sentidos, destruiré en mi pensamiento todas las imágenes aun de las cosas corporales, o, al menos, puesto que eso difícilmente puede conseguirse, las consideraré vanas y falsas, y hablándome, observándome con atención, intentaré conocer y familiarizarme pro­gresivamente conmigo mismo. Yo soy una cosa que piensa, esto es, una cosa que duda, afirma, niega, que sabe poco e ignora mucho, que desea, que rechaza y aun que imagina y siente. Porque, en efecto, he comprobado que por más que lo que siento y lo que imagino no tenga quizás existencia fuera de mí, estoy seguro, sin embargo, de que estos modos de pensar que llamo sentimientos e imaginaciones, existen en mí en tanto son solamente modos de pensar.

Con todo esto he pasado revista a lo que realmente conozco, o al menos a lo que hasta ahora he notado que sabía. Ahora veré con más diligencia si existen todavía otros conocimientos que aún no haya yo divisado. Estoy seguro de ser una cosa que piensa: ¿no sé también, por ende, qué se precisa para estar yo seguro de algo? En este primer conocimiento no existe nada más que una cierta percepción clara y distinta de lo que afirmo; lo cual no me bastaría para asegurarme de la certeza de una cosa si pudiese suceder que fuese falso lo que percibo de un modo claro y distinto. Por lo tanto, paréceme poder establecer como una regla general que todo lo que percibo muy clara y determinadamente es verdadero.

Con todo, he admitido antes muchas cosas como absolutamente ciertas y manifiestas que, sin embargo, hallé más adelante ser falsas. ¿Qué cosas eran éstas? La tierra, el cielo, los astros y todo aquello a lo que llego por los sentidos. Pero, ¿qué es lo que percibía claramente acerca de esas cosas? Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas se presentaban a mi mente. Pero tampoco ahora niego que estas ideas existan en mí. Pero aún afirmaba otra cosa, que me parecía apre­hender por estar acostumbrado a creerla, pero que en realidad no percibía, a saber, que existen ciertas cosas fuera de mí de las que procedían estas ideas, y a las que eran del todo semejantes. Y en esto era en lo que me equivocaba precisamente, o por lo menos, si yo estaba en lo cierto, ello no ocurría en virtud de ningún conoci­miento mío. Cuando consideraba algo muy fácil y sencillo sobre la aritmética o la geometría, por ejemplo, que dos y tres son cinco o algo por el estilo, no lo veía suficientemente claro para afirmar que era verdadero? Con todo, no por otra razón he pensado que se debía dudar sobre su certeza que porque se me ocurría que quizás algún Dios me había podido dar una naturaleza tal, que pudiese yo engañarme incluso en aquellas cosas que tengo por las más evidentes. Siempre que me viene a la mente la opinión expresada antes sobre la suprema omnipotencia de Dios, me veo obligado a confesar que, siempre que quiera, le es fácil conseguir que me equivoque, aun en aquello que creo divisar de modo evidentísimo con los ojos del entendimiento. Sin embargo, siempre que me vuelvo a las cosas que creo perci­bir clarísimamente, me persuaden con tal evidencia, que me digo yo mismo: quien­quiera que me engañe, nunca podrá conseguir que no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, o que sea cierto que yo no haya existido, cuando ya es cierto que existo, o que dos y tres sumados den un número mayor o menor que cinco, o cosas por el estilo, en las que veo una manifiesta contradicción. Ahora bien, puesto que no tengo ningún motivo para creer que algún Dios sea engañoso, y ni siquiera ahora sé a ciencia cierta si existe algún Dios, es muy sutil y —por llamarla así metafísica— una causa de duda que depende solamente de tal opinión.

Para eliminarla también, debo examinar, tan pronto como se me presente ocasión, la cuestión de si Dios existe, y, en el caso de que exista, si puede ser engañoso, puesto que, si se dejan de lado estas cuestiones, paréceme que no puedo cerciorarme de ninguna otra cosa.

El orden de mi trabajo me obliga a distribuir todos mis pensamientos en diversos géneros, y a averiguar en cuáles hay propiamente verdad o falsedad. Unos pensamientos son como imágenes de cosas, que son los únicos a los que conviene el nombre de idea, como cuando pienso un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o Dios. Otros tienen además otras formas, como cuando deseo, temo, afirmo, niego; entonces aprehendo siempre alguna cosa como sujeto de mi reflexión, pero concibo algo más extenso que la simple similitud de esta cosa; unos se llaman voluntades o afectos, y los otros juicios.

En lo que se refiere a las ideas, si se consideran en sí mismas y no las refiero a alguna otra cosa, no pueden ser propiamente falsas; puesto que si me imagino una cabra o una quimera, es cierto que imagino tanto la una como la otra. Tampoco hay que temer falsedad alguna en la misma voluntad o en los afectos, puesto que, aunque pueda desear cosas malas o que no existan, está fuera de duda que yo deseo. Por lo tanto, nos restan solamente los juicios, en los que me he de esforzar por no engañarme. El principal error y el más común que se puede encontrar en ellos, consiste en juzgar las ideas que existen en mí iguales o parecidas a las cosas que existen fuera de mí; puesto que si considerase tan sólo las ideas como maneras de mi pensamiento y no las refiriese a otras cosas, no podrían apenas ofrecer ocasión para errar. De estas ideas, unas son innatas, otras adventicias y otras he­chas por mí; puesto que la facultad de aprehender qué son las cosas, qué es la verdad y qué es el pensamiento, no parece provenir de otro lugar que no sea mi propia naturaleza; en cuanto al hecho de oír un estrépito, ver el sol, sentir el fuego, ya he indicado que procede de ciertas cosas colocadas fuera de mí; y finalmente las sirenas, los hipogrifos y cosas parecidas son creados por mí. O aun quizá las puedo juzgar todas adventicias, o todas innatas, o todas creadas, puesto que todavía no he percibido claramente su origen.

He de examinar ahora, en relación a las ideas que considero tomadas de las cosas que existen fuera de mí, qué causa me mueve a juzgarlas parecidas a esas cosas. Ciertamente, así parece enseñármelo la naturaleza; además experimento en mí mismo que no dependen de mi voluntad y, por lo tanto, de mí mismo; frecuen­temente se presentan aun sin mi consentimiento, ya que, quiera o no, siento el calor y por lo tanto considero que aquel sentido, o la idea del calor, procede de una cosa que no soy yo, es decir, del calor del fuego junto al cual estoy sentado. Y no hay nada más razonable que juzgar que es esa cosa la que me envía su semejanza, más bien que alguna otra.

Voy a ver ahora si estas razones son suficientemente firmes. Cuando digo que he sido enseñado así por la naturaleza, quiero decir tan sólo que algún ímpetu espontáneo me impulsa a creerlo, y no que alguna luz natural me muestre que ello es verdadero. Estos dos conceptos son muy diferentes entre sí, puesto que las ideas que me son mostradas por la luz natural (por ejemplo, que del hecho de que dude, se deduzca que yo existo) de ningún modo pueden ser dudosas, dado que no pue­de haber ninguna otra facultad a la que me confíe tanto como a esta luz, ni que me pueda demostrar que aquello no sea verdadero; pero en lo que se refiere a los ímpetus naturales, ya he observado con frecuencia que he sido arrastrado por ellos a la peor parte cuando se trataba de elegir bien, y por lo tanto no veo razón alguna para confiarme a ellos en cualquier otra materia.

Finalmente, aunque estas ideas no dependan de mi voluntad, no por ello es seguro que procedan de cosas colocadas fuera de mí. De igual manera que aquellos ímpetus, sobre los que hablaba hace un momento, parecen existir ajenos a mi voluntad, así quizás hay también en mí alguna facultad, que no me es conocida todavía claramente, creadora de estas ideas, del mismo modo que hasta ahora me ha venido pareciendo que, mientras duermo, tales ideas se forman en mí sin intervención alguna de cosas externas.
Por último, aunque procedan de cosas ajenas a mí, no por ello se sigue que hayan de ser parecidas a ellas. Muy al contrario, me parece haber encontrado en muchas gran diferencia; como, por ejemplo, existen en mi mente dos ideas del sol, una adquirida por medio de los sentidos, que, según creo, debe incluirse entre las ideas adventicias, en la que se me aparece muy pequeño, y otra tomada del estudio astronómico, es decir, de ciertas nociones que me son innatas o formadas por mí de cualquier otro modo, y en la que el sol aparece muchas veces mayor que la tierra. Ambas ideas no pueden ser iguales al sol que existe fuera de mí, y el cálculo demuestra que es precisamente la más ajena a la realidad aquella que parece proceder más directamente del sol mismo.
Todo lo cual demuestra que yo, no por razonamiento seguro, sino por un ciego impulso, he creído que existían cosas diferentes de mí que me enviaban sus ideas o sus imágenes por los órganos de los sentidos o por cualquier otro medio.

Otro camino se me ocurre para investigar si hay fuera de mí ciertas cosas, cuyas ideas existen dentro de mí. En cuanto estas ideas son sólo modos de pensar, no encuentro en ellas ninguna diferencia y todas parecen provenir de mí de igual manera. Pero en tanto en cuanto una representa una cosa y otra otra, está claro que son entre sí totalmente diversas. Sin duda las que me presentan las substancias son algo más, y por decirlo así tienen más realidad objetiva, que aquellas que tan sólo representan los modos o los accidentes. De este modo, tiene más realidad objetiva la idea por la que concibo a Dios como un ser eterno, infinito, omnisciente, omni­potente, creador de todas las cosas que existen, excepto de sí mismo, que aquellas por las que se presentan las substancias finitas.
Es manifiesto, por tanto, que debe de haber al menos igual realidad en una causa total y eficiente que en el efecto de dicha causa. Porque ¿de dónde podría tomar su realidad el efecto a no ser de la causa? ¿Y de qué modo la causa puede otorgarla al efecto, a no ser que la posea? De lo que se deduce que la nada no puede crear algo, ni lo que es menos perfecto a lo que es más perfecto, es decir, lo que contiene en sí más realidad. Todo lo cual no sólo se aplica a los afectos, cuya realidad es actual o formal, sino también a las ideas, en las que se considera tan sólo la realidad objetiva. Es decir, una piedra, por ejemplo, que no existía antes, no puede empezar a existir si no es producida por alguna cosa en la que exista formal o eminentemente todo aquello de lo que está compuesta la piedra. Y no se puede producir calor en un sujeto que antes no lo tenía sino a partir de una cosa que sea al menos de un orden igualmente perfecto que el calor, y así indefinidamente. Por otra parte, no puede existir en mí la idea de calor o de una piedra a no ser que haya sido introducida en mí por una causa en la que exista al menos igual realidad que a mi juicio poseen el calor o la piedra. Pues, aunque esta causa no transmita su realidad actual o formal a mi idea, no se debe pensar en consecuencia que es por ello menos real; sino que la naturaleza de la misma idea es tal, que no exige en sí ninguna otra realidad formal excepto aquella que toma de mi pensamiento, del cual es un modo. Por otra parte, el hecho de que una idea tenga esta o aquella realidad en vez de otra cualquiera debe provenir de alguna causa en la que exista al menos tanta realidad formal cuanta realidad objetiva tiene la idea. Porque si suponemos que existe algo en la idea que no se encuentra en la causa, entonces esto lo posee de la nada; ahora bien, por muy imperfecto que sea ese modo de ser por el que una cosa se encuentra de un modo objetivo en nuestro entendimiento mediante la idea, no por eso, sin embargo, no es absolutamente nada, y no puede, por lo tanto, existir de la nada.

No debo suponer, por otra parte, que, puesto que la realidad que considero en mis ideas es tan sólo objetiva, no es necesario que la misma realidad exista de un modo formal en las causas de las mismas, sino que basta que exista en las causas también de un modo objetivo. Puesto que, como el modo objetivo de ser corresponde a las ideas según su propia naturaleza, así el modo formal de ser corresponde a las causas de las ideas, al menos a las primeras y principales, según su propia naturaleza. Y aunque una idea pueda proceder de otra, no se da, sin embargo, una sucesión hasta el infinito, sino que se debe llegar a alguna primera idea, cuya causa sea equivalente a un original, en el cual esté contenida formal­mente toda la realidad que sólo existe en la idea de un modo objetivo. De manera que es evidente por la luz natural que las ideas son en mí como unas imágenes; que pueden fácilmente degenerar de la perfección de las cosas de las que han sido tomadas, pero de ninguna manera contener algo mayor o más perfecto.

Cuanto más larga y más detenidamente considero estas cosas, con tanta mayor claridad y distinción conozco que son ciertas. Pero, ¿qué conclusión se ha de obtener de todo esto? Sin duda la de que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que esté yo seguro de que ella no existe en mí ni formal ni eminente­mente, y de que por lo tanto no puedo ser yo mismo la causa de tal idea, se sigue necesariamente que no soy yo el único ser existente, sino que existe también alguna otra cosa que es la causa de esa idea. Por el contrario, si no existe en mí una idea tal, no tengo ningún otro argumento para asegurarme de la existencia de otra cosa diferente de mí, puesto que, a pesar de haberlo buscado cuidadosamente, no he podido encontrar otro todavía.

Ahora bien; entre estas ideas mías, además de la que me muestra a mí mis­mo y sobre la que no puede haber aquí ninguna dificultad, existe una que repre­senta a Dios, otra a las cosas corpóreas e inanimadas, otra a los ángeles y otra a los hombres parecidos a mí. En lo que se refiere a las ideas que representan a los demás hombres, a los animales o a los ángeles, veo fácilmente que han podido ser creadas de las ideas que tengo de mí mismo, de las cosas corporales y de Dios, aun cuando, a excepción de mí, no existiese en el mundo ningún hombre, ni ningún animal, ni ningún ángel.
En lo que respecta a las ideas de las cosas corporales, no hay nada en ellas tan considerable que no parezca que podría proceder de mí mismo; puesto que, si las considero con más atención y las examino una por una del mismo modo que he examinado antes la idea de la cera, advierto que es poco lo que puedo percibir clara y diferenciadamente: a saber, su magnitud, es decir, su extensión en longitud, anchura y profundidad; su figura, que proviene de la determinación de esa exten­sión; la situación que respectivamente ocupan las cosas que tienen diversas figuras; el movimiento o la mutación de esa situación; a lo que se podría añadir la substancia, la duración y el número. Lo demás, por el contrario, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y el frío y las restantes cualidades del tacto, no lo pienso sino confusa y obscuramente, de manera que hasta ignoro si son verdaderas o falsas, esto es, si las ideas que tengo de aquéllas son ideas de ciertas cosas o no. Aunque la falsedad propiamente dicha o formal solamente se pueda encontrar en los juicios, como he hecho notar hace poco, hay sin embargo una cierta falsedad material en las ideas, cuando representan una no-cosa como cosa. Así, por ejemplo, las ideas que tengo del calor y el frío son tan poco claras y tan poco diferenciadas, que no puedo saber por ellas si el frío es la privación del calor o el calor la privación del frío, o si ambos o ninguno son una cualidad real. Dado que no puede existir ninguna idea que no contenga la pretensión de representar alguna cosa, si es cierto que el frío es la privación del calor, la idea que me lo repre­senta como algo real y positivo, será tachada de falsa no sin razón; y así de las demás.

No es necesario que asigne a estas ideas otro autor que yo mismo. Puesto que, si son falsas, es decir, no representan ninguna cosa, conozco por la luz natural que proceden de la nada, es decir, que existen en mí no por otra razón que porque falta algo a mi naturaleza y no es totalmente perfecta; pero si, por el contrario, son ciertas, dado que me presentan una realidad tan exigua que ni siquiera puedo distinguirla de la no-cosa, no veo por qué no podrían proceder de mí mismo.

Respecto a las cosas que aparecen en las ideas de los seres corporales de un modo claro y definido, hay algunas, a saber, la substancia, la duración, el número y todo lo que es de este género, que me parece que las he podido tomar de la idea de mí mismo, puesto que cuando pienso que la piedra es una substancia, o bien una cosa que puede existir por sí misma, y al mismo tiempo que yo soy también una substancia, aunque me conciba como una cosa que piensa y que no es extensa, y a la piedra, por el contrario, como extensa e irracional, y por tanto exista la mayor diferencia entre los dos conceptos, parecen sin embargo convenir ambos en lo que se refiere a la substancia. Así cuando me doy cuenta de que existo, y recuerdo haber existido hace algún tiempo, y cuando tengo varios pensamientos y alcanzo a discernir su número, adquiero las ideas de la duración y del número, que luego puedo transferir a cualquier otra cosa. Todas las demás cosas de las que se compo­nen las ideas de los seres corpóreos, a saber, la extensión, la figura, el lugar, el movimiento, etc., no están contenidas en mí formalmente en tanto que soy sola­mente una cosa que piensa; pero como son tan sólo ciertos modos de la substancia y yo soy substancia, parece ser posible que estén contenidas en mí eminentemente.
Por lo tanto, sólo queda la idea de Dios, en la que se ha de considerar si es algo que no haya podido proceder de mí mismo. Bajo la denominación de Dios comprendo una substancia infinita, independiente, que sabe y puede en el más alto grado, y por la cual he sido creado yo mismo con todo lo demás que existe, si es que existe algo más. Todo lo cual es de tal género que cuanto más diligentemente lo considero, tanto menos parece haber podido salir sólo de mí. De lo que hay que concluir que Dios necesariamente existe.

Porque aun cuando exista en mí la idea de substancia por el mismo hecho de que soy substancia, no existiría la idea de substancia infinita, siendo yo finito, si no procediese de alguna substancia infinita en realidad.

No debo pensar que yo no percibo el infinito por una idea verdadera, sino tan sólo por la negación de lo finito, como percibo la quietud y las tinieblas por la negación del movimiento y de la luz. Al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita, y por lo tanto existe primero en mí la percepción de lo infinito, es decir, de Dios, que de lo finito, es decir, de mí mismo. ¿Cómo podría saber que yo dudo, que deseo, es decir, que me falta algo, y que no soy en absoluto perfecto, si no hubiese una idea de un ser más perfecto en mí, por cuya comparación conociese mis defectos?

No se puede afirmar que quizás esta idea de Dios sea materialmente falsa, y que por lo tanto pueda existir de la nada, como hace poco he señalado en las ideas del calor y del frío y de cosas similares. Muy al contrario, siendo absolutamente clara y definida y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay ninguna idea más verdadera por sí, ni en la que se encuentre menor sospecha de falsedad. Esta idea, repito, de un ente totalmente perfecto e infinito es absoluta­mente cierta; puesto que, aunque quizá se pueda pensar que no exista un ser así, no se puede pensar, sin embargo, que su idea no me muestre nada real, como he dicho poco ha sobre la idea del frío. Es también por completo clara y definida, ya que todo lo que percibo clara y definidamente que es real y verdadero y que encierra alguna perfección, está contenido en su totalidad en esta idea. No obsta a ello que no pueda yo aprehender lo infinito, ni que existan en Dios innumerables otras cosas que ni puedo aprehender, ni tampoco alcanzar siquiera con el pensa­miento; puesto que es propio de lo infinito no poder ser concebido por mí, que soy finito. Me basta, pues, concebir esto mismo, y juzgar que todas aquellas cosas que percibo claramente y que sé que encierran alguna perfección, e incluso quizás otras innumerables que ignoro, existen formal o eminentemente en Dios, de manera que la idea que tengo de él es la más verdadera, clara y definida de todas.

Quizá soy algo más de lo que yo mismo alcanzo a ver, y todas las perfeccio­nes que atribuyo a Dios existen en cierto modo potencialmente en mí, aunque no se manifiesten ni lleguen al acto. Veo, en efecto, que mi conocimiento aumenta paula­tinamente y que nada se opone a que crezca más y más hasta el infinito, ni tam­poco a que, aumentado así el conocimiento, pueda aprehender las restantes per­fecciones de Dios, ni, por último, a que la potencia para estas perfecciones, si ya existe en mí, no baste a producir la idea de aquéllas.

Al contrario, nada de esto puede ocurrir; en primer lugar, porque aunque sea cierto que mi conocimiento aumenta paulatinamente y que existen en mí muchas cosas en potencia que no están todavía en acto, nada de esto atañe, sin embargo, a la idea de Dios, en la que no hay nada en absoluto en potencia, puesto que esto mismo, ir conociendo poco a poco, es una prueba certísima de la imper­fección. Además, aunque mi conocimiento se engrandezca siempre más y más, nunca, no obstante, será infinito en acto, puesto que nunca llegará a un extremo tal en que ya no sea capaz de un incremento mayor todavía. Por el contrario, juzgo a Dios infinito en acto de tal modo que nada puede añadirse a su perfección. Finalmente, considero que el ser objetivo de una idea no puede provenir únicamente de un ser potencial, que en realidad no es nada, sino tan sólo de un ser actual o formal.

No hay nada en lo que acabo de decir que no sea evidente por la luz natural, para todo el que piense con cuidado; pero puesto que, cuando relajo mi atención y las imágenes de las cosas sensibles obnubilan la vista de la mente, no veo con facilidad por qué la idea de un ser más perfecto que yo procede necesariamente de algún ente que sea en realidad más perfecto, parece oportuno investigar si yo po dría existir teniendo la idea de Dios, si un ente tal no existiera en realidad.
Entonces, ¿de quién existiría? De mí, sin duda alguna, o de mis padres, o de otros entes cualesquiera menos perfectos que Dios, puesto que nada hay más per­fecto que Él mismo, ni se puede pensar o idear un ser igualmente perfecto.

Si mi existencia procediese de mí mismo, no dudaría, no desearía, ni me faltaría nada en absoluto; puesto que todas las perfecciones cuyas ideas existen en mi mente me las habría dado a mí mismo, y de tal manera yo sería Dios. No debo imaginarme que las cosas que me faltan pueden ser más difíciles de adquirir que las cosas que existen ya en mí, puesto que, por el contrario, está claro que es mucho más difícil que yo, es decir, una cosa o una substancia que piensa, haya salido de la nada, que adquirir el conocimiento de las muchas cosas que desconozco, que son tan sólo accidentes de esa substancia. Ciertamente, si tuviese de mí mismo aquello que es mayor, no sólo no me hubiera negado lo que se puede conseguir más fácil­mente, sino tampoco ninguna otra cosa de entre las que advierto que están conteni­das en la idea de Dios. En efecto, ninguna me parece más difícil de lograr; y si algunas fuesen más difíciles de lograr, me parecerían en verdad más difíciles (en el caso de que lo demás que tengo lo tuviese de mí), puesto que experimentaría que mi potencia se termina en ellas.

Y no escapo a la fuerza de estas argumentaciones si imagino que yo he sido tal como soy ahora, como si de esto se siguiese que no se ha de buscar ningún autor de mi existencia. Dado que todo el tiempo de la vida se puede dividir en innumerables partes, las cuales no dependen entre sí de ninguna manera, del hecho de que haya existido hace poco no se sigue que deba existir ahora, a no ser que alguna causa me cree de nuevo, es decir, me conserve. Si se atiende a la natura­leza del tiempo, es obvio que para conservar una cosa cualquiera en cada momento que dura, se precisa la misma fuerza y acción que para crearla de nuevo, si no existiese. De este modo una de las cosas manifiestas por la luz natural es el hecho de que la conservación difiere de la creación sólo según el pensamiento. Por tanto, debo interrogarme a mí mismo si tengo algún poder, por el que consiga que yo, que existo ahora, exista un poco después; porque, no siendo sino una cosa que piensa, o mejor dicho, tratando estrictamente de esa parte mía que es una cosa que piensa, si existiera un tal poder en mí, estaría consciente de él; pero veo que no hay ninguno, y por esto concluyo evidentemente que yo dependo de algún ser diferente de mí.

Quizás aquel ser no es Dios, y he sido engendrado, ya por mis padres, ya por causas cualesquiera menos perfectas que Dios.
Como ya he dicho antes, es manifiesto que por lo menos tanto debe existir en la causa como en el efecto; por tanto, siendo yo una cosa que piensa, y que tiene una cierta idea de Dios, sea cual sea mi causa, se ha de reconocer que ella es tam­bién una cosa que piensa, y que posee la idea de todas las perfecciones que atribu­yo a Dios. Se puede investigar nuevamente si ella existe por sí o por otra causa. Si existe por sí es manifiesto, por lo anteriormente dicho, que es ella misma Dios, dado que, teniendo el poder de existir por sí tiene sin duda alguna la facultad de poseer en acto todas las perfecciones cuyas ideas tiene, es decir, todas las que concibo que existen en Dios; si existe por otra causa, se interrogará nuevamente del mismo modo si ésta existe por sí o por otra causa, hasta que se llegue así a la última, que será Dios. Está bastante claro que no puede haber en este caso una sucesión hasta el infinito, especialmente tratándose aquí no sólo de la causa que me ha creado en un tiempo, sino en particular de aquella que me conserva en el momento presente.

No se puede alegar que hayan concurrido varias causas parciales para crear­me, y que así he recibido de una la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, de otra la idea de otra, de manera que se encuentren todas esas perfecciones en conjunto en alguna parte, pero no estén unidas en un solo ser que sea Dios; por el contrario, la unidad, la simplicidad, o la inseparabilidad de todo lo que en Dios existe es una de las más principales perfecciones que, según creo, posee Dios. Ni, por otra parte, la idea de la unidad de todas sus perfecciones pudo ser puesta por ninguna causa de la que no haya recibido además las ideas de las demás perfeccio­nes; pues tampoco hubiera podido hacer que las concibiese juntas e inseparables sin hacer al mismo tiempo que reconociera cuáles eran.

En lo que se refiere a los padres, aunque sea verdad todo lo que haya pensa­do sobre ellos, no me conservan, sin embargo, ni me han creado de ninguna mane­ra, en tanto que soy una cosa que piensa, sino que han puesto tan sólo ciertas disposiciones en una materia en la cual he juzgado que yo, es decir, mi mente, que acepto ahora únicamente por mí, me encuentro comprendido. Por lo tanto, no puede haber aquí ninguna dificultad, sino que se ha de concluir que del hecho solamente de que exista, y de que posea una cierta idea de un ser perfecto, es decir, Dios, se demuestra evidentísimamente que Dios existe.

Resta tan sólo examinar de qué modo he recibido esta idea de Dios, porque ni la he recibido con los sentidos, ni me viene a las mientes cuando no atiendo a ella, como suelen (o al menos lo parecen) las ideas de las cosas sensibles; ni ha sido imaginada por mí, puesto que no puedo sustraer nada de ella ni añadirle algo; hemos de reconocer, por tanto, que su idea es en mí innata como me es innata la idea de mí mismo.

No es de extrañar que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea, como el signo del artífice impreso en su obra, y no es necesario que ese signo sea una cosa diferente de la obra en sí. Sólo del hecho de que Dios me haya creado, es muy vero­símil que haya sido hecho en cierto modo a su imagen y semejanza, y esa semejan­za, en la que está contenida la idea de Dios, la perciba por la misma facultad con que me percibo a mí mismo: es decir, cuando concentro mi atención en mí, no sola­mente considero que soy una cosa incompleta y dependiente de otra, una cosa que aspira indefinidamente a lo mayor o mejor, sino que también reconozco que aquel de quien dependo posee estas cosas mayores no indefinidamente y en potencia, sino en realidad y en grado infinito, y que, por tanto, es Dios. Toda la fuerza del argumento reside en admitir que no puede ser que yo exista, siendo de tal natura­leza como soy, a saber, teniendo en mí la idea de Dios, si Dios no existiera también en realidad, Dios, repito, cuya idea poseo, es decir, que tiene todas las perfecciones (que no puedo comprender, si bien las alcanzo en cierto grado con el pensamiento), sin estar sujeto a ninguna imperfección. 

Pero antes de pasar a examinarlo más atentamente y de averiguar las demás verdades que se pueden deducir de aquí, paréceme apropiado pararme algún tiempo en la contemplación de Dios mismo, considerar sus atributos, y mirar, admirar y adorar la belleza de tal luz, en tanto cuanto lo permita la capacidad de mi entendimiento cubierto de sombras. Del mismo modo que creemos por la fe que la suprema felicidad de la otra vida consiste en la única contemplación de la divina majestad, así consideramos que de esta otra contemplación, aun que sea mucho menos perfecta, puede percibirse el máximo placer de que somos capaces en esta vida.