La Gaya Ciencia, Lib. V, parágrafos 343-346
343.
Lo que conlleva nuestra alegría.
El mayor acontecimiento
reciente –que "Dios ha muerto", que la creencia en el Dios cristiano
ha caído en descrédito– empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa.
Al menos, a unos pocos, dotados de una suspicacia bastante penetrante, de una
mirada bastante sutil para este espectáculo, les parece efectivamente que acaba
de ponerse un sol, que una antigua y arraigada confianza ha sido puesta en
duda. Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso,
más extraño, "más viejo". Pero, en general, se puede decir que el
acontecimiento en sí es demasiado considerable, demasiado lejano, demasiado
apartado de la capacidad conceptual de la inmensa mayoría como para que se
pueda pretender que ya ha llegado la noticia y, mucho menos aún, que se tome
conciencia de lo que ha ocurrido realmente y de todo lo que en adelante se ha
de derrumbar, una vez convertida en ruinas esta creencia por el hecho de haber
estado fundada y construida sobre ella y, por así decirlo, enredado a ella. Un
ejemplo lo proporciona nuestra moral europea en su totalidad. ¿Quién puede
adivinar con suficiente certeza esta larga y fecunda sucesión de rupturas, de
destrucciones, de hundimientos, de devastaciones, que hay que prever de ahora
en más, para convertirse en el maestro y el anunciador de esta enorme lógica de
terrores, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como no se ha
producido nunca en este mundo?... ¿Por qué incluso nosotros, que adivinamos
enigmas, nosotros, adivinadores natos, que en cierto modo vivimos en los montes
esperando, situados entre el presente y el futuro, y tensos por la
contradicción entre el presente y el futuro, nosotros, primicias, nosotros,
primogénitos prematuros del próximo siglo, que ya deberíamos ser capaces de
discernir las sombras que están a punto de envolver a Europa, miramos este
oscurecimiento creciente sin sentirnos realmente afectados y, sobre todo, sin
preocupamos ni temer por nosotros mismos? ¿Sufriremos demasiado fuerte quizás
el efecto de las consecuencias inmediatas del acontecimiento? Estas consecuencias
inmediatas no son para nosotros –en contra tal vez de lo que cabía esperar– de
ninguna manera tristes, opacas ni sombrías; son más bien como una especie de
luz, una felicidad, un alivio, un regocijo, una confortación, una aurora de un
tipo nuevo difícil de describir... Efectivamente, los filósofos, los
"espíritus libres", con la noticia de que el "viejo dios ha
muerto" nos sentimos corno alcanzados por los rayos de una nueva mañana;
con esta noticia, nuestro corazón rebosa de agradecimiento, admiración,
presentimiento, espera. Ahí está el horizonte despejado de nuevo, aunque no sea
aún lo suficientemente claro; ahí están nuestros barcos dispuestos a zarpar,
rumbo a todos los peligros; ahí está toda nueva audacia que le está permitida a
quien busca el conocimiento; y ahí está el mar, nuestro mar, abierto de nuevo,
como nunca.
344.
En qué sentido seguimos siendo también
piadosos.
Se dice, con razón, que
en la ciencia las convicciones no tienen carta de ciudadanía. Sólo cuando
deciden descender modestamente al nivel de una hipótesis, a adoptar el punto de
vista provisional de un ensayo experimental, de una ficción normativa, puede
concedérseles acceso e incluso un cierto valor dentro del campo del
conocimiento –con la limitación, no obstante, de quedar bajo la vigilancia
policial de la desconfianza–. Pero si consideramos esto con mayor detenimiento,
¿no significa que la convicción no es admisible en la ciencia sino cuando deja
de ser convicción? ¿No se inicia la disciplina del espíritu científico con el hecho
de prohibirse de ahora en más toda convicción?... Es posible. Queda por saber
si, para que pueda instaurarse esta disciplina, no hace falta ya una convicción
tan imperativa y absoluta que sacrifique a ella todas las demás convicciones.
Se ve que también la ciencia se funda en una creencia y que no existe ciencia
"sin supuestos". La pregunta de si es necesaria la verdad no sólo
tiene que haber sido respondida antes afirmativamente, sino que la respuesta
debe ser afirmada de forma que exprese el principio, la creencia, la convicción
de que "nada es tan necesario como la verdad y que en relación con ella,
lo demás sólo tiene una importancia secundaria". ¿Qué es esta voluntad
absoluta de verdad? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? En este sentido
podría interpretarse, efectivamente, la voluntad de verdad, con la condición de
que la subordinemos a la generalización "no quiero engañar", e
incluso al caso particular "no quiero engañarme". Pero ¿por qué no
engañar? Vemos cómo las razones del primer caso pertenecen a un campo
completamente diferente de las del segundo; no queremos dejarnos engañar porque
suponemos que es perjudicial, peligroso y nefasto ser engañado. En este
sentido, la ciencia constituiría una perspicacia mantenida, una precaución, una
utilidad a la que se le podría objetar; ¡cómo!, ¿el hecho de no querer dejarse
engañar sería realmente menos perjudicial, menos peligroso y menos nefasto?
¿Qué saben previamente del carácter de la existencia para poder establecer si
las mayores ventajas radican en la desconfianza absoluta o en la confianza
absoluta? Pero en el caso de que ambas fueran indispensables, ¿de dónde tomaría
la ciencia su creencia absoluta, esa convicción en la que se apoya, según la
cual la verdad es más importante que cualquier otra cosa, es decir, más que
cualquier otra convicción? No habría podido originarse esa convicción si la
verdad y la no verdad demostraran ser útiles continuamente y al mismo tiempo,
como sucede en realidad. Por consiguiente, la creencia en la ciencia, que indudablemente
existe, no podría haberse originado en semejante cálculo de utilidad, sino que,
por el contrario, nació a pesar del hecho de que la inutilidad y el peligro de
la "voluntad de verdad", de la "voluntad a toda costa" se
están demostrando constantemente. ¡Bien sabemos lo que significa "a toda
costa", con la cantidad de creencias que inmolamos una tras otra en este
altar! Por ende, "voluntad de verdad" no significa "no quiero
dejarme engañar", sino —no hay otra alterativa— "no quiero engañar,
ni quiero engañarme a mí mismo"; así, estamos en el terreno de la moral.
Preguntémonos, entonces, seriamente, "¿Por qué no querer engañar?",
cuando parece (¡y tanto que parece!) que la vida no está hecha más que para la
apariencia, es decir, para el error, la impostura, el disimulo, el
deslumbramiento y la ceguera voluntaria, cuando la vida se ha mostrado siempre
de parte de los astutos menos escrupulosos. Semejante propósito podría ser
explicado suavemente como una quijotada, como una pequeña locura entusiasta, aunque
podría tratarse también de algo peor que un principio destructivo hostil a la
vida... La "voluntad de verdad" podría ocultar una voluntad de
muerte. De este modo, la pregunta "¿para qué la ciencia?", conduce a
la cuestión moral "¿para qué sirve, en última instancia, la moral?",
si la vida, la naturaleza y la historia son amorales. Sin duda alguna, el
espíritu verídico, audaz y último que presupone la fe en la ciencia afirma al
mismo tiempo otro mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia;
si afirma ese "otro mundo", ¿no debe negar su contrario, este mundo,
nuestro mundo?... Ya se habrá comprendido adónde quiero llegar; a que nuestra
creencia en la ciencia sigue apoyándose también en una creencia metafísica, y a
que quienes buscamos hoy el conocimiento, los sin dios y los antimetafísicos,
encendemos nuestro fuego en la hoguera que ha levantado una creencia milenaria,
que era también la de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, que la
verdad es divina... Pero, ¿qué decir si esta idea se va desacreditando cada vez
más, si todo deja de presentar un carácter divino y se revela como error,
ceguera, falsedad, y si Dios mismo se muestra como nuestra mentira más
largamente mantenida?
345.
La moral como problema.
Por todas partes se
percibe la falta de personalidad. Una personalidad debilitada, raquítica,
apagada, que se niega a sí misma y reniega de sí misma, no sirve para ninguna
tarea humana, y menos para la filosofía. El "desinterés" no tiene
valor alguno ni en el cielo ni en la tierra. Todos los grandes problemas exigen
un gran amor y sólo son capaces de él los espíritus poderosos, enteros, seguros
y firmes en sus cimientos. Constituye una diferencia considerable que un
pensador se dedique a sus problemas hasta el punto de ver en ellos su destino,
su angustia y también su felicidad, o que, por el contrario, los aborde de una
forma "impersonal", es decir, que sólo sepa abordarlos y captarlos
con las antenas de un pensamiento frío y simplemente curioso. En este último
caso, podemos estar seguros de que no conseguirá nada, pues los grandes
problemas, aunque se dejen captar, no se dejan retener por las ranas y los
impotentes; en esto consiste el buen gusto de los problemas —gusto que, por lo
demás, comparten con las mujerzuelas valientes—. ¿A qué se debe, entonces, que
no haya encontrado aún a nadie, ni siquiera en los libros, que haya adoptado
una posición personal de esta forma respecto a la moral, que haya visto la
moral como problema y dicho problema como su angustia, su tormento, su deleite,
su pasión personal? Es plenamente evidente que hasta ahora la moral no ha sido
un problema, sino más bien el terreno en el que tras las desconfianzas, los
disensos y las contradicciones acaban todos entendiéndose mutuamente, el lugar
sagrado de la paz donde los pensadores, extenuados por su propia naturaleza,
descansaban, respiraban, recobraban vida. No veo a nadie que se haya atrevido a
criticar los juicios de valor; busco inútilmente en este campo intentos
emprendidos por la curiosidad científica, por la imaginación veleidosa y mimada
de los psicólogos y de los historiadores, que anticipa fácilmente un problema y
lo capta al vuelo, sin saber muy bien lo que acaba de agarrar. Apenas he
encontrado unos inicios rudimentarios de una historia de los orígenes de estos
sentimientos y de estas valoraciones (lo que difiere de una crítica de éstos y
por supuesto de una historia de los sistemas éticos). Sólo en un caso hice todo
lo que fue apropiado para estimular la inclinación y el talento hacia este tipo
de historia, aunque hoy creo que fue en vano. Estos historiadores de la moral
(principalmente los ingleses) son mentirosos, pues suelen sufrir ingenuamente
la exigencia de una moral determinada, convirtiéndose, sin advertirlo, en sus
defensores y en su escolta. Admiten, de este modo, ese prejuicio difundido en
la Europa cristiana, tan ingenuamente repetido, según el cual la acción moral
se caracteriza por el desinterés, la renuncia a uno mismo, el sacrificio
personal, el sentimiento de solidaridad, la compasión, la piedad. El fallo
habitual de sus hipótesis consiste en afirmar no sé qué pacto de los pueblos,
al menos de los pueblos domesticados, respecto a ciertos preceptos de moral, y
en concluir determinando la obligación absoluta de éstos para cada uno de
nosotros; o, por el contrario, tras haber aceptado la verdad de que las
valoraciones difieren necesariamente según los pueblos, concluir en la ausencia
de obligación de toda moral; ambas conclusiones son pueriles. Los más sutiles
de estos historiadores cometen el defecto consistente en que cuando descubren y
critican las opiniones, tal vez insensatas, de un pueblo respecto a su propia
moral o las de los hombres respecto a toda moral humana, o bien lo relativo al
origen de ésta última, sus sanciones religiosas, la superstición del libre
albedrío y otras cosas por el estilo, se imaginan que con eso han criticado a
la moral misma. Pero el valor de un precepto como "debes" es muy
diferente e independiente de semejantes opiniones acerca del mismo precepto y
de la cizaña de error que haya podido invadirlo, del mismo modo que la eficacia
de una medicina es totalmente independiente de las opiniones que el enfermo
tenga de ella, de que posea conocimientos científicos o prejuicios de anciana.
Una moral puede haber nacido muy bien de un error; esta constatación ni
siquiera ha abordado el problema de su valor. Nadie hasta ahora ha examinado,
entonces, el valor de la más famosa de las medicinas, llamada moral. Esto
exigiría ante todo decidirse a poner en cuestión este valor. ¡Pues bien! ¡En
esto precisamente consiste nuestra empresa!
346.
Nuestro interrogante.
Pero, ¿es eso lo que no
entienden? Realmente costará trabajo entendernos. Buscamos palabras y quizás
buscamos también oídos. ¿Quiénes somos, entonces? Si quisiéramos simplemente
denominarnos con términos antiguos como ateos, incrédulos o incluso inmorales,
estaríamos lejos de creer que nos hemos definido, pues somos esas tres cosas a
la vez en una etapa demasiado tardía; así se comprende, comprenden ustedes,
señores curiosos, lo que sentimos en el alma siendo eso. ¡No es la amargura ni
la pasión del hombre desenfrenado que hace de su falta de fe una creencia, un
fin y un martirio! Hemos sido afilados, nos hemos vuelto fríos y duros a fuerza
de reconocer que nada de lo que sucede aquí abajo ocurre de forma divina y que,
según los criterios humanos, ni siquiera pasa de un modo razonable,
misericordioso y equitativo. Sabemos que el mundo en el cual vivimos no es
divino, inmoral, "inhumano"; lo hemos interpretado durante demasiado
tiempo de manera falsa y mentirosa, pero según nuestros deseos y nuestra
voluntad de veneración, es decir, según una necesidad. ¡Pues el hombre es un
animal que venera! Pero también es desconfiado. Lo más cierto de todo lo que
captó nuestra desconfianza es que el mundo no vale lo que hemos creído que
valía. Tanta desconfianza, tanta filosofía. Evitamos sin duda decir que el
mundo tiene menos valor, hasta nos parece risible hoy que el hombre pretenda
inventar valores que deban superar el valor del mundo real. Nos hemos
desengañado de esto como de una aberración exuberante de la vanidad y de la
sinrazón humanas, que durante mucho tiempo no ha sido reconocida en cuanto tal.
Ha tenido su última expresión en el pesimismo moderno, y otra más antigua y más
fuerte en la doctrina de Buda; pero también la contiene el cristianismo, bajo
una forma más dudosa, es cierto, más equívoca, pero no por ello menos
fascinante. En cuanto a esta actitud, "el hombre contra el mundo", el
hombre como principio "negador del mundo", el hombre como medida de
valor de las cosas, como juez del universo que llega a poner la vida misma en
el platillo de su balanza y la calcula demasiado liviana; pues bien, hemos
tomado conciencia del prodigioso mal gusto que supone toda esta actitud y nos
repugna. Por eso nos reímos en cuanto vemos al "hombre y al mundo",
puestos uno al lado del otro, separados por la sublime pretensión de la
partícula "y". Pero, ¿qué sucede? Al reírnos, ¿no habremos dado un
paso de más en el desprecio del hombre y, por consiguiente, también en el
pesimismo, en el desprecio de la existencia que nos es cognoscible? ¿No
habríamos caído por ello mismo en la sospecha de una contradicción, de la
contradicción entre este mundo donde hasta ahora teníamos la sensación de estar
en casa con nuestras veneraciones –veneraciones en virtud de las cuales tal vez
soportábamos la vida–, y un mundo que no es otro que nosotros mismos? Habríamos
caído, así, en la sospecha inexorable, extrema, definitiva respecto a nosotros
mismos; sospecha que ejerce de forma cada vez más cruel su dominio sobre los
europeos y que podría fácilmente poner a las generaciones futuras ante esta
espantosa alternativa: "¡O suprimen sus veneraciones, o se suprimen
ustedes mismos!" El último término sería el nihilismo; ¿pero no sería
nihilismo también el primero? Este es nuestro interrogante.