El tema de nuestro tiempo
Capítulo X. LA DOCTRINA
DEL PUNTO DE VISTA
Contraponer la cultura
a la vida y reclamar para ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla no
es hacer profesión de fe anticultural. Si se interpreta así lo dicho
anteriormente, se practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los
valores de la cultura; únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos se
viene hablando exclusivamente de la necesidad que la vida tiene de la cultura.
Sin desvirtuar lo más mínimo esta necesidad, se sostiene aquí que la cultura no
necesita menos de la vida. Ambos poderes -el inmanente de lo biológico y el
trascendente de la cultura- quedan de esta suerte cara a cara, con iguales
títulos, sin supeditación del uno al otro. Este trato leal de ambos permite
plantear de una manera clara el problema de sus relaciones y preparar una
síntesis más ente, lo dicho hasta aquí es sólo preparación para esa síntesis en
que culturalismo y vitalismo, al fundirse, desaparecen.
Recuérdese el comienzo
de este estudio. La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente
a la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar
la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la
operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a
la vida. Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían
suficientes, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven a
costa de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece esas
obnubilaciones, como se ve con toda claridad en el sentido de ambas potencias
litigantes, ni se aviene a aceptar que la verdad, que la justicia, que la
belleza no existen, ni a olvidarse de que para existir necesitan el soporte de
la vitalidad.
Aclaremos este punto
concretándonos a la porción mejor definible de la cultura: el conocimiento. El
conocimiento es la adquisición de verdades, y en la verdades se nos manifiesta
el universo trascendente
(transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e invariables.
¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto? La respuesta del
Racionalismo es taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede
penetrar en él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un
medio transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y mañana
-por tanto, ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad, cambio,
desarrollo; en una palabra: historia.
La respuesta del
relativismo no es menos taxativa. El conocimiento es imposible; no hay una
realidad trascendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente
modelado. Al entrar en él la realidad se deformaría, y esta deformación
individual sería lo que cada ser tomase por la pretendida realidad.
Es interesante advertir
cómo en estos últimos tiempos, sin común acuerdo ni premeditación, psicología,
"biología" y teoría del conocimiento, al revisar los hechos de que
ambas actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una
nueva manera de plantear la cuestión.
El sujeto, ni es un
medio transparente, un “yo puro” idéntico e invariable, ni su recepción de la
realidad produce en ésta deformaciones. Los hechos imponen una tercera opinión,
síntesis ejemplar de ambas. Cuando se interpone un cedazo o retícula en una
corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona,
pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante
la realidad cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más ni más por
ella, como acontecería al imaginario ente racional creado por las definiciones
racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente
selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la realidad, el
individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden
con las mallas de su retícula sensible. Las demás cosas -fenómenos, hechos,
verdades- quedan fuera, ignoradas, no percibidas.
Un ejemplo elemental y
puramente fisiológico se encuentra en la visión y en la audición. El aparato
ocular y el auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde
cierta velocidad mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos
que queden más allá o más acá de ambos límites le son desconocidos. Por tanto,
su estructura vital influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere
decir que su influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un
amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su
interior y sabe de ellos.
Como son los colores y
sonidos acontece con las verdades. La estructura psíquica de cada individuo
viene a ser un órgano perceptor, dotado de una forma determinada que permite la
comprensión de ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para
otras. Así mismo, para cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es
decir, una retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan
rigurosa afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a
ciertas otras. Esto significa que todas las épocas y todos los pueblos han
gozado su congrua porción de verdad, y no tiene sentido que pueblo ni época
algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos les hubiese cabido en
el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto determinado en la serie
histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a
convertirse en un ente abstracto, con íntegra renuncia a la existencia.
Desde distintos puntos
de vista, dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La
distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta
manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus
detalles, para el otro se halla en el último, y queda oscuro y borroso. Además,
como las cosas puestas unas detrás se ocultan en todo o en parte, cada uno de
ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido
que cada cual declarase falso el paisaje ajeno?. Evidentemente, no; tan real es
el uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en
vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto supondría que
hay un tercer paisaje auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas
condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni
puede existir. La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una
determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la
realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que
vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.
Lo que acontece con la
visión corpórea se cumple igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento es
desde un punto de vista determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el
punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista
ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos
menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve
lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar
lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra
sensación cósmica.
La individualidad de
cada sujeto era el indominable estorbo que la tradición intelectual de los
últimos tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su
pretensión de conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes -se pensaba- llegarán
a verdades divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos
sujetos no implica la falsedad de uno de ellos, Al contrario, precisamente
porque lo que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su
aspecto distinto del que otro percibe. Esa divergencia no es contradicción,
sino complemento. Si el universo hubiese presentado una faz idéntica a los ojos
de un griego socrático que a los de un yanqui, deberíamos pensar que
el universo no tiene verdadera realidad, independiente de los sujetos. Porque
esa coincidencia de aspecto ante dos hombres colocados en puntos tan diversos
como son la Atenas del siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se
trataba de una realidad externa a ellos, sino de una imaginación que por azar
se producía idénticamente en dos sujetos.
Cada vida es un punto
de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada
individuo -persona, pueblo, época- es un órgano insustituible para la conquista
de la verdad. He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones
históricas, adquiere un dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo
y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda
verdad, quedaría ignorada.
El error inveterado
consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente
del punto de vista que sobre ella se tornan, una fisonomía propia. Pensando
así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría
con ese su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la
realidad, como un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente
verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la
Única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada,
vista desde "lugar ninguno". El utopista -y esto ha sido en esencia
el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva
fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.
Hasta ahora la
filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para
todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital,
histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo.
La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya
articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su
articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tienen que
ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera
movilidad y fuerza de transformación.
Cuando hoy miramos las
filosofías del pasado, incluyendo las del último siglo, notamos en ellas
ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta palabra en el estricto sentido que
tiene cuando es referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué llamamos a
éstos “primitivos”? ¿En qué consiste su primitivismo? En su ingenuidad, en su
candor -se dice-. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad, cuál su
esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el mundo
desde su punto de vista -bajo el imperio de las ideas, valoraciones,
sentimientos que le son privados-, pero cree que lo pinta según él es. Por lo
mismo, olvida introducir en su obra su personalidad; nos ofrece aquélla como si
se hubiera fabricado a si misma, sin intervención de un sujeto determinado,
fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo. Nosotros,
naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su individualidad y vemos, a la
par, que él no la veía, que se ignoraba a si mismo y se creía una pupila
anónima abierta sobre el universo. Esta ignorancia de sí mismo es la fuente
encantadora de la ingenuidad.
Mas la complacencia que
el candor nos proporciona incluye y supone la desestima del candoroso. Se trata
de un benévolo menosprecio. Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma
infantil, precisamente, porque nos sentimos superiores a ellos. Nuestra visión
del mundo es mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas,
encrucijadas, escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos éste
como algo ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio al asomamos al
universo del niño o del pintor primitivo vemos que es un pequeño circulo,
perfectamente concluso y dominable, con un repertorio reducido de objetos y
peripecias. La vida imaginaria que llevamos durante el rato de esa
contemplación nos parece un juego fácil que momentáneamente nos liberta de
nuestra grave y problemática existencia. La gracia del candor es, pues, la
delectación del fuerte en la flaqueza del débil.
El atractivo que sobre
nosotros tienen las filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y
sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de haber descubierto toda la verdad,
la seguridad con que se asientan en fórmulas que suponen inconmovibles nos dan
la impresión de un orbe concluso, definido y definitivo, donde ya no hay
problemas, donde todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas
por mundos tan claros y tan mansos. Pero cuando tomamos a nosotros mismos y
volvemos a sentir el universo con nuestra propia sensibilidad, vemos que el
mundo definido por esas filosofías no era, en verdad el mundo, sino el
horizonte de sus autores. Lo que ellos interpretaban como límite del universo,
tras el cual no había nada más, era sólo la línea curva con que su perspectiva
cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiere curarse de ese inveterado
primitivismo, de esa pertinaz utopía, necesita corregir ese error, evitando que
lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien; la
reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad
a aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de
una dimensión vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo
en pueblo, de generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose
de la realidad universal. De esta manera, la
peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para
captar la verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de
realidad que le corresponde. De esta manera, aparece cada individuo, cada
generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible. La verdad
integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y
así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo
las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y
absoluta. Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este
conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia,
esta verdadera "razón absoluta" es el sublime oficio que atribuimos a
Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera
del área humana que le haga ver directamente la realidad universal, como si
fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el
de cada uno de nosotros; nuestra verdad parcial es también verdad para Dios.
¡De tal modo es verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo
que Dios, como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos
los puntos de vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos
nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, al través de cuyas
infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda así
impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y
gozado.
Sostenía Malebranche
que si nosotros conocemos alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios,
desde el punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios
ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales
de la divinidad.
Por eso conviene no
defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el
lugar que nos hallarnos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo
que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena
que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo.