La ideología alemana. Introducción,
Apartado A, [1] HISTORIA
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Tratándose
de los alemanes, situados al margen de toda premisa, debemos comenzar señalando
que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda
historia, es que los hombres se hallen para “hacer historia”, en condiciones de
poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un
techo, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por
consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de
estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma, y no cabe
duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental de toda
historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita cumplirse todos los
días y a todas horas, simplemente para asegurar la vida de los hombres. Y aun
cuando la vida de los sentidos se reduzca al mínimo, a lo más elemental, como
en San Bruno, este mínimo presupondrá siempre, necesariamente, la actividad de
la producción. Por consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica, es
observar este hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance y
colocarlo en el lugar que le corresponde. Cosa que los alemanes, como es
sabido, no han hecho nunca, razón por la cual la historia jamás ha tenido en
Alemania una base terrenal ni, consiguientemente, ha existido nunca aquí un
historiador. Los franceses y los ingleses, aun cuando concibieron de un modo
extraordinariamente unilateral el entronque de este hecho con la llamada
historia, ante todo mientras estaban prisioneros de la ideología política,
hicieron, sin embargo, los primeros intentos encaminados a dar a la
historiografía una base materialista, al escribir las primeras historias de la
sociedad civil, del comercio y de la industria.
Lo
segundo es que la satisfacción de esta primera necesidad, la acción de
satisfacerla y la adquisición del instrumento necesario para ello conduce a
nuevas necesidades, y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer
hecho histórico. Y ello demuestra inmediatamente de quién es hija espiritual la
gran sabiduría histórica de los alemanes, que, cuando les falta el material
positivo y no vale chalanear con necedades políticas ni literarias, no nos
ofrecen ninguna clase de historia, sino que hacen desfilar ante nosotros los
“tiempos prehistóricos”, pero sin detenerse a explicarnos cómo se pasa de este
absurdo de la “prehistoria” a la historia en sentido propio, aunque es
evidente, por otra parte, que sus especulaciones históricas se lanzan con especial
fruición a esta “prehistoria” porque en ese terreno creen hallarse a salvo de
la injerencia de los “toscos hechos” y, al mismo tiempo, porque aquí pueden dar
rienda suelta a sus impulsos especulativos y proponer y echar por tierra miles
de hipótesis.
El
tercer factor que aquí interviene de antemano en el desarrollo histórico es el
de que los hombres que renuevan diariamente su propia vida comienzan al mismo
tiempo a crear a otros hombres, a procrear: es la relación entre hombre y
mujer, entre padres e hijos, la familia. Esta familia, que al principio
constituye la única relación social, más tarde, cuando las necesidades, al
multiplicarse, crean nuevas relaciones sociales y, a su vez, al aumentar el
censo humano, brotan nuevas necesidades, pasa a ser (salvo en Alemania) una
relación secundaria y tiene, por tanto, que tratarse y desarrollarse con
arreglo a los datos empíricos existentes, y no ajustándose al “concepto de la
familia” misma, como se suele hacer en Alemania.
Por
lo demás, estos tres aspectos de la actividad social no deben considerarse como
tres fases distintas, sino sencillamente como eso, como tres aspectos o, para
decirlo a la manera alemana, como tres “momentos” que han existido desde el
principio de la historia y desde el primer hombre y que todavía hoy siguen
rigiendo en la historia.
La
producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la ajena en la
procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble relación: de una
parte, como una relación natural, y de otra como una relación social; social,
en el sentido de que por ella se entiende la cooperación de diversos
individuos, cualesquiera que sean sus condiciones, de cualquier modo y para
cualquier fin. De donde se desprende que un determinado modo de producción o
una determinada fase industrial lleva siempre aparejado un determinado modo de
cooperación o una determinada fase social, modo de cooperación que es, a su
vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas productivas accesibles
al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, la “historia de la
humanidad” debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de
la industria y del intercambio.
Pero,
asimismo es evidente que en Alemania no se puede escribir este tipo de
historia, ya que los alemanes carecen, no sólo de la capacidad de concepción y
del material necesarios, sino también de la “certeza adquirida” a través de los
sentidos, y que de aquel lado del Rin no es posible reunir experiencias, por la
sencilla razón de que allí no ocurre ya historia alguna. Se manifiesta, por
tanto, ya de antemano, una conexión materialista de los hombres entre sí,
condicionada por las necesidades y el modo de producción y que es tan vieja
como los hombres mismos; conexión que adopta constantemente nuevas formas y que
ofrece, por consiguiente, una “historia”, aun sin que exista cualquier absurdo
político o religioso que también mantenga unidos a los hombres.
Solamente
ahora, después de haber considerado ya cuatro momentos, cuatro aspectos de las
relaciones históricas originarias, caemos en la cuenta de que el hombre tiene
también “conciencia”. Pero, tampoco ésta es de antemano una conciencia “pura”.
El “espíritu” nace ya tarado con la maldición de estar “preñado” de materia,
que aquí se manifiesta bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo
como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real,
que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir
también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad,
de los apremios del intercambio con los demás hombres. Donde existe una
relación, existe para mí, pues el animal no se “comporta” ante nada ni, en
general, podemos decir que tenga “comportamiento” alguno. Para el animal, sus
relaciones con otros no existen como tales relaciones. La conciencia, por
tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras
existan seres humanos. La conciencia es, ante todo, naturalmente, conciencia
del mundo inmediato y sensible que nos rodea y conciencia de los nexos de los
nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo consciente de
sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio
se enfrenta al hombre como un poder absolutamente extraño, omnipotente e
inexpugnable, ante el que los hombres se comportan de un modo puramente animal
y que los amedrenta como al ganado; es, por tanto, una conciencia puramente
animal de la naturaleza (religión natural).
Inmediatamente,
vemos aquí que esta religión natural o este determinado comportamiento hacia la
naturaleza se hallan determinados por la forma social, y a la inversa. En este
caso, como en todos, la identidad entre la naturaleza y el hombre se manifiesta
también de tal modo que el comportamiento limitado de los hombres hacia la
naturaleza condiciona el limitado comportamiento de unos hombres para con
otros, y éste, a su vez, su comportamiento limitado hacia la naturaleza,
precisamente porque la naturaleza apenas ha sufrido aún ninguna modificación
histórica. Y, de otra parte, la conciencia de la necesidad de entablar
relaciones con los individuos circundantes es el comienzo de la conciencia de
que el hombre vive, en general, dentro de una sociedad. Este comienzo es algo
tan animal como la propia vida social en esta fase: es simplemente, una
conciencia gregaria y, en este punto, el hombre sólo se distingue del carnero
por cuanto su conciencia sustituye al
instinto o es el suyo un instinto consciente. Esta conciencia gregaria o tribal
se desarrolla y perfecciona después, al aumentar la producción, al acrecentarse
las necesidades y al multiplicarse la población, que es el factor sobre que
descansan los dos anteriores. De este modo se desarrolla la división del
trabajo, que originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto
sexual y, más tarde, de una división del trabajo introducida de un modo
“natural” en atención a las dotes físicas (por ejemplo, la fuerza corporal), a
las necesidades, las coincidencias fortuitas, etc. etc. La división del trabajo
sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan
el trabajo físico y el intelectual. Desde este instante, puede ya la conciencia
imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la
práctica existente, que representa
realmente algo sin representar algo real; desde este instante, se halla la
conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación
de la teoría “pura”, de la teología “pura”, la filosofía y la moral “puras”,
etc. Pero, aun cuando esta teoría, esta teología, esta filosofía, esta moral,
etc., se hallen en contradicción con las relaciones existentes, esto sólo podrá
explicarse porque las relaciones sociales existente se hallan, a su vez, en
contradicción con la fuerza productiva existente; cosa que, por lo demás,
dentro de un determinado círculo nacional de relaciones, podrá suceder también
a pesar de que la contradicción no se dé en el seno de esta órbita nacional,
sino entre esta conciencia nacional y la práctica de otras naciones; es decir,
entre la conciencia nacional y general de una nación. Por lo demás, es de todo
punto indiferente lo que la conciencia por sí solo haga o emprenda, pues de
toda esta escoria sólo obtendremos un resultado, a saber: que estos tres
momentos, la fuerza productora, el estado social y la conciencia, pueden y
deben necesariamente entrar en contradicción, entre sí, ya que, con la división
del trabajo, se da la posibilidad, más aún, la realidad de que las actividades
espirituales y materiales, el disfrute y el trabajo, la producción y el
consumo, se asignan a diferentes individuos, y la posibilidad de que no caigan
en contradicción reside solamente en que vuelva a abandonarse la división del
trabajo. Por lo demás, de suyo se comprende que los “espectros”, los “nexos”,
los “entes superiores”, los “conceptos”, los “reparos”, no son más que la
expresión espiritual puramente idealista, la idea aparte del individuo aislado,
la representación de trabas y limitaciones muy empíricas dentro de las cuales
se mueve el modo de producción de la vida y la forma de intercambio congruente
con él.
Con
la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que
descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la
familia y en la división de la sociedad en diversas familias contrapuestas, se
da, al mismo tiempo, la distribución y, concretamente, la distribución
desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus
productos; es decir, la propiedad, cuyo primer germen, cuya forma inicial se
contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del
marido. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, latente en la
familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya aquí
corresponde perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la
cual es el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros. Por lo demás,
división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos: uno de ellos
dice, referido a la esclavitud, lo mismo que el otro, referido al producto de
ésta.
La
división del trabajo lleva aparejada, además, la contradicción entre el interés
del individuo concreto o de una determinada familia y el interés común de todos
los individuos relacionados entre sí, interés común que no existe, ciertamente,
tan sólo en la idea, como algo “general”, sino que se presenta en la realidad,
ante todo, como una relación de mutua dependencia de los individuos entre
quienes aparece dividido el trabajo. Finalmente, la división del trabajo nos
brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en una sociedad
natural, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular
y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen
divididas voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre
se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él
quien los domine. En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el
trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades,
que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador,
pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no
quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad
comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de
actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le
parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que
hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello,
que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el
ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de
ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. Esta
plasmación de las actividades sociales, esta consolidación de nuestros propios
productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro
control, que levanta una barrera ante
nuestra expectativa y destruye nuestros
cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en
todo el desarrollo histórico anterior, y precisamente por virtud de esta
contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el interés
común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente, separada de los
reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, como una
comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes,
dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne y la sangre,
la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses y, sobre
todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya
condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada
uno de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre
todas las demás.
De
donde se desprende que todas las luchas que se libran dentro del Estado, la
lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el
derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se
ventilan las luchas reales entre las diversas clases (de lo que los
historiadores alemanes no tienen ni la más remota idea, a pesar de habérseles
facilitado las orientaciones necesarias acerca de ello en los Anales
Franco-Alemanes y en La Sagrada Familia). Y se desprende, asimismo, que toda
clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso
del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda la forma de la
sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar
conquistando el poder político, para poder presentar su interés como el interés
general, cosa a que en el primer momento se ve obligada.
Precisamente
porque los individuos sólo buscan su interés particular, que para ellos no
coincide con su interés común, y porque lo general es siempre la forma ilusoria
de la comunidad, se hace valer esto ante su representación como algo “ajeno” a ellos
e “independiente” de ellos, como un interés “general” a su vez especial y
peculiar, o ellos mismos tienen necesariamente que enfrentarse en esta
escisión, como en la democracia. Por otra parte, la lucha práctica de estos
intereses particulares que constantemente y de un modo real se enfrentan a los
intereses comunes o que ilusoriamente se creen tales, impone como algo
necesario la interposición práctica y el refrenamiento por el interés “general”
ilusorio bajo la forma del Estado. El poder social, es decir, la fuerza de
producción multiplicada, que nace por obra de la cooperación de los diferentes
individuos bajo la acción de la división del trabajo, se les aparece a estos
individuos, por no tratarse de una cooperación voluntaria, sino natural, no como
un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al margen de
ellos, que no saben de dónde procede ni a dónde se dirige y que, por tanto, no
pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y
etapas de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y de los actos de
los hombres que incluso dirige esta voluntad y estos actos. Con esta
“enajenación”, para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos,
sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta
en un poder “insoportable”, es decir, en un poder contra el que hay que
sublevarse, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como
absolutamente “desposeída” y, a la par con ello, en contradicción con un mundo
existente de riquezas y de cultura, lo que presupone, en ambos casos, un gran
incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra
parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (que entraña ya, al mismo
tiempo, una existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en
la vida puramente local de los hombres) constituye también una premisa
práctica absolutamente necesaria,
porque sin ella
sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la
pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se
recaería necesariamente en toda la inmundicia anterior; y, además, porque sólo
este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un
intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual, por una parte, el
fenómeno de la masa “desposeída” se produce simultáneamente en todos los
pueblos (competencia general),
haciendo que cada uno de ellos
dependa de las conmociones de los
otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales,
empíricamente mundiales, en vez de individuos locales. Sin esto, 1º el
comunismo sólo llegaría a existir como fenómeno local; 2º las mismas potencias
del intercambio no podrían desarrollarse como potencias universales y, por
tanto, insoportables, sino que seguirían siendo simples “circunstancias”
supersticiosas de puertas adentro, y 3º toda ampliación del intercambio
acabaría con el comunismo local.
El
comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción “coincidente” o
simultánea de los pueblos dominantes, lo que presupone el desarrollo universal
de las fuerzas productivas y el intercambio universal de las fuerzas
productivas y el intercambio universal que lleva aparejado. ¿Cómo, si no,
podría la propiedad, por ejemplo, tener una historia, revestir diferentes
formas, y la propiedad territorial, supongamos, según las diferentes premisas
existentes, presionar en Francia para pasar de la parcelación a la
centralización en pocas manos y en Inglaterra, a la inversa, de la
concentración en pocas manos a la parcelación, como hoy realmente estamos
viendo? ¿O cómo explicarse que el comercio, que no es sino el intercambio de
los productos de diversos individuos y países, llegue a dominar el mundo entero
mediante la relación entre la oferta y la demanda –relación que, como dice un
economista inglés, gravita sobre la tierra como el destino de los antiguos,
repartiendo con mano invisible la felicidad y la desgracia entre los hombres,
creando y destruyendo imperios, alumbrando pueblos y haciéndolos desaparecer-,
mientras que, con la destrucción de la base, de la propiedad privada, con la
regulación comunista de la producción y la abolición de la actitud en que los
hombres se comportan ante sus propios productos como ante algo extraño a ellos,
el poder de la relación de la oferta y la demanda se reduce a la nada y los
hombres vuelven a hacerse dueños del intercambio, de la producción y del modo
de su mutuo comportamiento?
Para
nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que
haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real
que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este
movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente. Por lo demás, la
masa de los simples obreros –de la fuerza de trabajo excluida en masa del
capital o de cualquier satisfacción, por limitada que ella sea- y, por tanto,
la pérdida no puramente temporal de este mismo trabajo como fuente segura de
vida, presupone, a través de la competencia, el mercado mundial. Por tanto, el
proletariado sólo puede existir en un plano histórico-mundial, lo mismo que el
comunismo, su acción, sólo puede llegar a cobrar realidad como existencia
histórico-universal. Existencia histórico-universal de los individuos, es
decir, existencia de los individuos directamente vinculada a la historia
universal.
La
forma de intercambio condicionada por las fuerzas de producción existentes en
todas las fases históricas anteriores y que, a su vez, las condiciona es la
sociedad civil, que, como se desprende de lo anteriormente expuesto, tiene como
premisa y como fundamento la familia simple y la familia compuesta, lo que
suele llamarse la tribu, y cuya naturaleza queda precisada en páginas
anteriores. Ya ello revela que esta sociedad civil es el verdadero hogar y
escenario de toda la historia y cuán absurda resulta la concepción histórica
anterior que, haciendo caso omiso de las relaciones reales, sólo mira, con su
limitación, a las acciones resonantes de los jefes y del Estado. La sociedad
civil abarca todo el intercambio material de los individuos, en una determinada
fase de desarrollo de las fuerzas productivas. Abarca toda la vida comercial e
industrial de una fase y, en este sentido, trasciende de los límites del Estado
y de la nación, si bien, por otra parte, tiene necesariamente que hacerse valer
al exterior como nacionalidad y, vista hacia el interior, como Estado. El
término de sociedad civil apareció en el siglo XVIII, cuando ya las relaciones
de propiedad se habían desprendido de los marcos de la comunidad antigua y
medieval. La sociedad civil en cuanto tal sólo se desarrolla con la burguesía;
sin embargo, la organización social que se desarrolla directamente basándose en
la producción y el intercambio, y que forma en todas las épocas la base del
Estado y de toda otra superestructura idealista, se ha designado siempre,
invariablemente, con el mismo nombre.
Traducción
de Wenceslao Roces, Grijalbo, Barcelona, 1974.