Del libre arbitrio, Libro II, 1-2
DEL LIBRE ALBEDRÍO
DEL LIBRE ALBEDRÍO
LIBRO II
CAPÍTULO 1
¿Por qué nos ha dado Dios la libertad, si ésta es causa del pecado?
Evodius._ Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios
al hombre el libre albedrío de la voluntad puesto que de no habérselo dado,
ciertamente no hubiera podido pecar.
Agustín._ ¿Tienes ya por cierto y averiguado que Dios ha dado
al hombre una cosa que, según tú, no debía haberle dado?
Ev._ Por lo que me parece haber entendido en el libro
anterior, es evidente que gozamos del libre albedrío de la voluntad y que,
además, él es el único origen de nuestros pecados.
Ag._ También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin
género de duda. Pero ahora te he preguntado si sabes que Dios nos ha dado el
libre albedrío de que gozamos, y del que es evidente que trae su origen el
pecado.
Ev._ Pienso que nadie sino Él, porque de Él procedemos, y ya
sea que pequemos, ya sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y el
premio.
Ag._ También deseo saber si comprendes bien esto último, o
es que lo crees de buen grado, fundado en el argumento de autoridad, aunque de
hecho no lo entiendas [1].
Ev._ Acerca de
esto último confieso que primeramente di crédito a la autoridad. Pero ¿puede
haber cosa más verdadera que el que todo bien procede de Dios, y que todo
cuanto es justo es bueno, y que tan justo es castigar a los pecadores como
premiar a los que obran rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a los
pecadores con la desgracia y premia a los buenos con la felicidad.
Ag._ Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras
lo primero que dijiste, o sea, cómo has llegado a saber que venimos de Dios,
pues lo que acabas de decir no es esto, sino que merecemos de Él el premio y el
castigo.
Ev._ Esto me parece a
mí que es también evidente, y no por otra razón sino porque tenemos ya por
cierto que Dios castiga los pecados. Es claro que toda justicia procede de
Dios. Ahora bien, si es propio de la bondad hacer bien aun a los extraños, no
lo es de la justicia el castigar a aquéllos que no le pertenecen. De aquí que sea
evidente que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es buenísimo en hacernos
bien, sino también justísimo en castigarnos. Además, de lo que yo dije antes, y
tú concediste, a saber, que todo bien procede de Dios, puede fácilmente
entenderse que también el hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo,
en cuanto hombre, es un bien, pues puede vivir rectamente siempre que quiera.
Ag._ Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la
cuestión que propusiste. Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar
rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre
albedrío, sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente. Y no porque el
libre albedrío sea el origen del pecado se ha de creer que nos lo ha dado Dios
para pecar. Hay pues, una razón suficiente de habérnoslo dado, y es que sin él
no podía el hombre vivir rectamente. Y,
habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse porqué es
justamente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que no sería
justo si nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también
(únicamente) para poder pecar. [2] ¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el
que usara de su libre voluntad para aquello para lo cual le fue dada? Así pues,
cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece que le dice, sino estas
palabras: te castigo porque no has usado de tu libre voluntad para aquello para
lo cual te la di, esto es, para obrar según razón? Por otra parte, si el hombre careciese del
libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la
misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas
acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin
voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de voluntad
libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por
necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque
éste es uno de los bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió, pues,
dotar Dios al hombre de libre albedrío.
CAPÍTULO 2
Si el libre albedrío ha sido dado para hacer el bien,
¿cómo es que obra el mal?
Ev_ Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero
dime: ¿no te parece que, habiéndonos sido dada para poder obrar el bien, no
debería poder entregarse al pecado? Como sucede con la misma justicia, que, habiendo
sido dada al hombre para obrar el bien, ¿acaso puede alguien vivir mal en
virtud de la misma justicia? Pues igualmente, nadie podría servirse de la
voluntad para pecar si ésta le hubiera sido dada para obrar bien.
Ag._ El Señor me concederá, como lo espero, poderte
contestar, o mejor dicho, que tú mismo
contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra
soberana y universal de todos. Pero quiero antes de nada que me digas
brevemente si, teniendo como tienes por bien conocido y cierto lo que antes te
pregunté, a saber, que Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora
que no ha debido darnos Dios lo que confesamos que nos ha dado. Porque, si no
es cierto que Él nos la ha dado, hay motivo para inquirir si nos ha sido dada con
razón o sin ella, a fin de que, si llegáramos a ver que nos ha sido dada con
razón, tengamos también por cierto que nos la ha dado aquél de quien el hombre
ha recibido todos los bienes, y que si, por el contrario, descubriéramos que
nos ha sido dada sin razón, entendamos igualmente que no ha podido dárnosla
aquél a quien no es lícito culpar de nada. Mas, si es cierto que Él nos la ha dado, entonces, sea cual fuere el modo como la hemos recibido, es preciso
confesar también que Él no estaba obligado ni a no dárnosla, ni a dárnosla distinta a como la tenemos. Pues nos la ha dado aquél cuyos actos no pueden ser razonablemente censurados.
Ev.- Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin
embargo, como aún no lo entiendo, continuemos investigando como si todo fuera
incierto. Porque veo que, de ser incierto que la libertad nos haya sido dada
para obrar bien, y siendo también cierto que pecamos voluntaria y libremente,
resulta incierto si debió dársenos o no. Si es incierto que nos ha sido dada
para obrar bien, es también incierto que se nos haya debido dar, y, por
consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado; porque, si
no es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya dado aquél
de quien sería impiedad creer que nos hubiera dado algo que no debería habernos
dado.
Ag._ Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.
Ev. Sí; esto tengo por verdad inconclusa, mas también por
la fe, no por la razón.
Ag. Entonces, si alguno de aquellos insipientes de los
cuales está escrito: «Dijo el necio en su
corazón: No hay Dios»: Dixit insipiens in corde suo: Non est Deus, no
quisiera creer contigo lo que tú crees, sino que quisiera saber si lo que tú
crees es verdad, ¿abandonarías ese hombre a su incredulidad o pensarías quizá
que debieras convencerle de algún modo de aquello mismo que tú crees
firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino más bien con
deseo de conocer la verdad?
Ev._ Lo último que me has dicho me indica suficientemente
qué es lo que debería responderle. Porque, aunque fuera él el hombre más
absurdo, seguramente me concedería que con el hombre falaz y contumaz no se
debe discutir absolutamente nada, y
menos de cosa tan grande y excelsa. Y una vez que me hubiera concedido
esto, él sería el primero en pedirme que creyera de él que procedía de buena
fe en querer saber esto, y que tocante a esta cuestión no había en él falsía ni
contumacia alguna. Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera es
facilísimo demostrar. a saber, que, puesto que él quiere que yo crea, sin
conocerlos, en la existencia de los sentimientos ocultos del alma que únicamente
él mismo puede conocer, mucho más justo sería que también él creyera en la
existencia de Dios, fundado en la fe que merecen los libros de aquellos tan
grandes varones que atestiguan que vivieron en compañía del Hijo de Dios, y que
con tanta más autoridad lo atestiguan cuanto en sus escritos dicen que vieron
cosas tales que de ningún modo hubieran podido suceder si realmente Dios no
existiera,[3] y sería este hombre sumamente necio si pretendiera echarme en
cara el haberles yo creído a ellos, y deseara, no obstante, que yo le creyera a
él. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer lo mismo que no podría
censurar con razón.
Ag._ Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas
prueba suficiente el que nos ha parecido que debemos creer a varones de tanta
autoridad, sin que se nos pueda acusar de temerarios, ¿por qué, dime, respecto
de estas cosas que tenemos determinado investigar, como si fueran inciertas y
absolutamente desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la
autoridad de tan altos varones, debamos creerlas tan firmemente que no debamos
gastar más tiempo en su investigación?
Ev._ Es que nosotros deseamos saber y entender lo que
creemos.
Ag._ Veo que te acuerdas perfectamente del principio
indiscutible que establecimos en los mismos comienzos de la cuestión
precedente: si el creer no fuese cosa distinta del entender, y no hubiéramos
de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón
habría dicho el profeta: "Si no creyereis, no entenderéis": Nisi
credideritis non intelligetis. El mismo Señor exhortó también a creer
primeramente en sus dichos y en sus hechos a aquellos a quienes llamó a la
salvación. Mas después, al hablar del don que había de dar a los creyentes, no
dijo: Esta es la vida eterna, que crean en mi; sino que dijo: Esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien
enviaste. Después, a los que ya creían, les dice: "Buscad y
hallaréis"; porque no se puede
decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para
hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual,
obedientes a los preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues
iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la
medida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como
nosotros; porque, si, como debemos creer a los mejores, aun mientras vivan esta
vida mortal, y ciertamente a todos los buenos y piadosos, después de esta
vida, les, es, dado ver y poseer estas verdades más clara y perfectamente, es
de esperar que así sucederá también respecto de nosotros, y, por tanto,
despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y amar con toda
nuestra alma las cosas divinas.
San Agustín. Del Libre Albedrío (B.A.C.)