Fedón 74a – 83d (texto completo)
Sacado de:
74a
— ¿No es claro, entonces, que la reminiscencia (1) la
despiertan lo mismo las cosas semejantes, que las desemejantes?
—Así es en efecto.
—Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza,
¿no sucede necesariamente que el espíritu ve inmediatamente si falta o no al
retrato alguna cosa para la perfecta semejanza con el original de que se
acuerda?
—No puede menos de ser así, dijo Simmias.
—Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa
a que llamamos igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol,
entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de
una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad
es en sí misma algo o que no es nada?
—Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!
74b
— ¿Pero conocemos esta igualdad?
—Sin duda.
— ¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento?
¿No es de las cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles
iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos
formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras,
sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a
esto: las piedras, los árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen
por comparación tan pronto iguales como desiguales?
—Seguramente.
74c
—Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la
igualdad considerada en sí (2), ¿te parece desigualdad?
—Jamás, Sócrates.
— ¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente,
una misma cosa?
—No, ciertamente.
—Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de
la igualdad, has sacado la idea (3) de la igualdad.
—Así es la verdad, Sócrates; dijo Simmias.
—Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya
desemejante respecto de los objetos que han motivado la idea.
—Seguramente.
—Por otra parte, cuando al ver una cosa tú imaginas otra,
sea semejante o desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.
74d-74e
—Sin dificultad.
—Pero, repuso Sócrates, dime: ¿cuando vemos árboles que son
iguales u otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma,
de que tenemos idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?
—Falta mucho.
— ¿Convenimos, pues, en que cuando alguno viendo una cosa
piensa que esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede
ser igual a otra, pero que la falta mucho para ello, porque es inferior
respecto de ella, será preciso, digo, que aquel que tiene este pensamiento haya
visto y conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece pero
imperfectamente?
—Es de necesidad absoluta.
— ¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales,
cuando queremos compararlas con la igualdad?
–Seguramente, Sócrates.
75a
—Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto
esta igualdad antes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales,
hemos creído que todas tienden a ser iguales como la igualdad misma, y que no
pueden conseguirlo.
—Es cierto.
—También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (ni
podía salir de otra parte) de alguno de nuestros sentidos, por haber visto o
tocado, o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro de nuestros sentidos,
porque lo mismo digo de todos.
—Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que
ahora tratamos.
—Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos
saquemos este pensamiento: que todas las cosas iguales que caen bajo nuestros
sentidos, tienden a esta igualdad inteligible (4), y que se quedan por bajo de
ella. ¿No es así?
75b
—Sí, sin duda, Sócrates.
—Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso
de todos los demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta
igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles (5) iguales; y
para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que son
inferiores a la misma.
—Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho,
Sócrates.
—Pero, ¿no es cierto que desde el instante en que hemos nacido
hemos visto, hemos oído y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?
—Muy cierto.
75c
—Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos
tenido conocimiento de la igualdad.
—Sin duda.
—Por consiguiente, es absolutamente necesario que lo hayamos
tenido antes de nuestro nacimiento.
—Así me parece.
75c
—Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros
sabemos antes de nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo
que es más grande, lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta
naturaleza; porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse
de la belleza, de la bondad, de la justicia (6), de la santidad; en una
palabra, de todas las demás cosas, cuya existencia admitimos en nuestras
conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte que es de
necesidad absoluta que hayamos tenido conocimientos antes de nacer.
75d
—Es cierto.
—Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los
olvidáramos, no sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante
toda nuestra vida; porque saber, ¿es otra cosa que conservar la ciencia (7) que
se ha recibido, y no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se
tenía antes?
—Sin dificultad, Sócrates.
75e
—Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de
nacer, y haberlos perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a
recobrar esta ciencia anterior, sirviéndonos del ministerio de nuestros
sentidos, que es lo que llamamos aprender; ¿no es esto recobrar la ciencia que
teníamos, y no tendremos razón para llamar a estoreminiscencia?
—Con muchísima razón, Sócrates.
76a
—Estamos, pues, conformes en que es muy posible que aquel
que ha sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o, en fin, percibido
por alguno de sus sentidos, piense, con ocasión de estas sensaciones, en una
cosa que ha olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se
le parezca o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos
cosas: o que nazcamos con estos conocimientos y los conservemos toda la vida; o
que los que aprenden, no hagan, según nosotros, otra cosa que recordar, y que
la ciencia no sea más que una reminiscencia.
—Así es, Sócrates.
76b
— ¿Qué escoges tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o
nos acordamos después de haber olvidado lo que sabíamos?
—En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.
—Pero, ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un
hombre que sabe una cosa, ¿puede dar razón de lo que sabe?
—Puede, sin duda, Sócrates.
— ¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las
cosas de que acabamos de hablar?
—Yo querría que fuese así, respondió Simmias; pero me temo
mucho que mañana no encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.
76c
— ¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta
ciencia?
—Seguramente no.
— ¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que
han sabido en otro tiempo?
—Así es.
— ¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta
ciencia? Porque no ha sido después de nacer.
—Ciertamente no.
— ¿Ha sido antes de este tiempo?
—Sin duda.
—Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de
este tiempo, antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así,
sin cuerpos, sabían.
—A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los
conocimientos en el acto de nacer; porque ésta es la única época que nos queda.
76d
—Sea así, mi querido Simmias, replicó Sócrates; pero ¿en qué
otro tiempo los hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de
decir. ¿Los hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido?, ¿o puedes
tú señalar otro tiempo?
—No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa
lo que he dicho.
76e
—Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas
estas cosas que tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo
justo y todas las esencias de este género (8), existen verdaderamente, y que si
referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones
primitivas como a su tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos,
digo, que es absolutamente indispensable, que así como todas estas nociones
primitivas existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que naciésemos;
y si estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No
es esto incontestable? ¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen,
hayan también existido nuestras almas antes de nuestro nacimiento; y que si
aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?
77a
—Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e
incontestable; y de todo este discurso resulta, que antes de nuestro nacimiento
nuestra alma existía, así como estas esencias, de que acabas de hablarme;
porque yo no encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas
cosas: lo bello, lo bueno, lo justo; y tú me lo has demostrado suficientemente.
— ¿Y Cebes?, dijo Sócrates: porque es preciso que Cebes esté
persuadido de ello.
77b
—Yo pienso, dijo Simmias, que Cebes considera tus pruebas
muy suficientes, aunque es el más rebelde de todos los hombres para darse por
convencido. Sin embargo, supongo que lo está de que nuestra alma existe antes
de nuestro nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a mí
mismo no me parece bastante demostrado; porque esa opinión del pueblo, de que
Cebes te hablaba antes, queda aún en pié y en toda su fuerza; la de que,
después de muerto el hombre, su alma se disipa y cesa de existir. En efecto,
¿qué puede impedir que el alma nazca, que exista en alguna parte, que exista
antes de venir a animar el cuerpo, y que, cuando salga de este, concluya con él
y cese de existir?
77c-77d
—Dices muy bien, Simmias, dijo Cebes; me parece que Sócrates
no ha probado más que la mitad de lo que era preciso que probara; porque ha
demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento; mas
para completar su demostración, debía probar igualmente que, después de nuestra
muerte, nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta vida.
—Ya os lo he demostrado (9), Simmias y Cebes, repuso
Sócrates; y convendréis en ello, si unís esta última prueba a la que ya habéis
admitido; esto es, que los vivos nacen de los muertos. Porque si es cierto que
nuestra alma existe antes del nacimiento, y si es de toda necesidad que, al
venir a la vida, salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de
ser igualmente necesario que exista después de la muerte, puesto que debe
volver a la vida? Así, pues, lo que ahora me pedís ha sido ya demostrado. Sin
embargo, me parece que ambos deseáis profundizar más esta cuestión, y que
teméis, como los niños, que, cuando el alma sale del cuerpo, la arrastren los
vientos, sobre todo cuando se muere en tiempo de borrascas.
77e
—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo: Sócrates, supón que lo
tememos; o más bien, que sin temerlo, está aquí entre nosotros un niño que lo
teme, a quien es necesario convencer de que no debe temer la muerte como a un
vano fantasma.
—Para esto, replicó Sócrates, es preciso emplear todos los
días encantamientos, hasta que se haya curado de semejante aprensión.
78a
—Pero, Sócrates, ¿dónde encontraremos un buen encantador,
puesto que tú vas a abandonarnos?
—La Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates; y en ella
encontraréis muchas personas muy entendidas. Por otra parte, tenéis muchos
pueblos extranjeros, y es preciso recorrerlos todos e interrogarlos, para
encontrar este encantador, sin escatimar gasto, ni trabajo; porque en ninguna
cosa podéis emplear más útilmente vuestra fortuna. También es preciso que lo
busquéis entre vosotros, porque quizá no encontrareis otros más capaces que
vosotros mismos para estos encantamientos.
78b
—Haremos lo que dices, Sócrates; pero si no te molesta,
volvamos a tomar el hilo de nuestra conversación.
—Con mucho gusto, Cebes, ¿y por qué no?
—Perfectamente, Sócrates, dijo Cebes.
—Lo primero que debemos preguntarnos a nosotros mismos, dijo
Sócrates, es cuáles son las cosas que por su naturaleza pueden disolverse,
respecto de qué otras deberemos temer que tenga lugar esta disolución, y en
cuáles no es posible este accidente. En seguida, es preciso examinar a cuál de
estas naturalezas pertenece nuestra alma; y teniendo esto en cuenta, temer o
esperar por ella.
—Es muy cierto.
78c
— ¿No os parece que son las cosas compuestas, o que por su
naturaleza deben serlo, las que deben disolverse en los elementos que han
formado su composición; y que si hay seres, que no son compuestos, ellos son
los únicos respecto de los que no puede tener lugar este accidente?
—Me parece muy cierto lo que dices, contestó Cebes.
—Las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera,
¿no tienen trazas de no ser compuestas? Las que mudan siempre y que nunca son
las mismas, ¿no tienen trazas de ser necesariamente compuestas?
—Creo lo mismo, Sócrates.
78d
—Dirijámonos desde luego a esas cosas de que hablamos antes,
y cuya verdadera existencia hemos admitido siempre en nuestras preguntas y
respuestas. Estas cosas, ¿son siempre las mismas o mudan alguna vez? La
igualdad, la belleza, la bondad y todas las existencias esenciales (10),
¿experimentan a veces algún cambio, por pequeño que sea, o cada una de ellas,
siendo pura y simple, subsiste siempre la misma en sí, sin experimentar nunca
la menor alteración, ni la menor mudanza?
—Es necesariamente preciso que ellas subsistan siempre las
mismas sin mudar jamás.
78e
—Y todas las demás cosas, repuso Sócrates, hombres,
caballos, trajes, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿quedan
siempre las mismas, o son enteramente opuestas a las primeras, en cuanto no subsisten
siempre en el mismo estado, ni con relación a sí mismas, ni con relación a los
demás?
—No subsisten nunca las mismas, respondió Cebes.
79a
—Ahora bien; estas cosas tú las puedes ver, tocar, percibir
por cualquier sentido; mientras que las primeras, que son siempre las mismas,
no pueden ser comprendidas sino por el pensamiento (11), porque son
inmateriales (12) y no se las ve jamás.
—Todo eso es verdad; dijo Cebes.
— ¿Quieres, continuó Sócrates, que reconozcamos dos clases
de cosas?
—Con mucho gusto, dijo Cebes.
— ¿Las unas visibles y las otras inmateriales? ¿Estas,
siempre las mismas; aquellas, en un continuo cambio?
—Me parece bien, dijo Cebes.
79b
—Veamos, pues. ¿No somos nosotros un compuesto de cuerpo y
alma? ¿Hay otra cosa en nosotros?
—No, sin duda; no hay más.
— ¿A cuál de estas dos especies diremos, que nuestro cuerpo
se conforma o se parece?
—Todos convendrán en que a la especie visible.
—Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?
—Visible no es; por lo menos a los hombres.
—Pero cuando hablamos de cosas visibles o invisibles,
hablamos con relación a los hombres, sin tener en cuenta ninguna otra
naturaleza.
—Sí, con relación a la naturaleza humana.
— ¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no puede
serlo?
—No puede serlo.
—Luego es inmaterial.
—Sí.
—Por consiguiente, nuestra alma es más conforme que el
cuerpo con la naturaleza invisible; y el cuerpo más conforme con la naturaleza
visible.
79c
—Es absolutamente necesario.
— ¿No decíamos que, cuando el alma se sirve del cuerpo para
considerar algún objeto, ya por la vista, ya por el oído, ya por cualquier otro
sentido (porque la única función del cuerpo es atender a los objetos mediante
los sentidos), se ve entonces atraída por el cuerpo hacia cosas que no son
nunca las mismas (13); se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos, como si
estuviera ebria; todo por haberse ligado a cosas de esta naturaleza?
—Sí.
79d
—Mientras que, cuando ella examina las cosas por sí misma,
sin recurrir al cuerpo, se dirige a lo que es puro, eterno, inmortal, inmutable
(14); y como es de la misma naturaleza, se une y estrecha con ello cuanto puede
y da de sí su propia naturaleza. Entonces cesan sus extravíos, se mantiene
siempre la misma, porque está unida a lo que no cambia jamás, y participa de su
naturaleza; y este estado del alma es lo que se llama sabiduría (15).
—Has hablado perfectamente, Sócrates; y dices una gran
verdad.
— ¿A cuál de estas dos especies de seres, te parece que el
alma es más semejante, y con cuál está más conforme, teniendo en cuenta los
principios que dejamos sentados y todo lo que acabamos de decir?
79e
—Me parece, Sócrates, que no hay hombre, por tenaz y estúpido
que sea, que estrechado por tu método, no convenga en que el alma se parece más
y es más conforme con lo que se mantiene siempre lo mismo (16), que no con lo
que está en continua mudanza.
— ¿Y el cuerpo?
—Se parece más a lo que cambia.
80a
—Sigamos aún otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están
juntos, la naturaleza ordena que el uno obedezca y sea esclavo, y que el otro
tenga el imperio y el mando. ¿Cuál de los dos te parece semejante a lo que es
divino, y cuál a lo que es mortal? ¿No adviertes que lo que es divino es lo
único capaz de mandar y de ser dueño; y que lo que es mortal es natural que
obedezca y sea esclavo?
—Seguramente.
— ¿A cuál de los dos se parece nuestra alma?
—Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que
es divino, y nuestro cuerpo a lo que es mortal.
80b
—Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de
decir no se sigue necesariamente, que nuestra alma es muy semejante a lo que es
divino, inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre
semejante a sí propio (17); y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo
que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca
semejante a sí mismo (18). ¿Podremos alegar algunas razones que destruyan estas
consecuencias, y que hagan ver que esto no es cierto?
—No, sin duda, Sócrates.
—Siendo esto así, ¿no conviene al cuerpo la disolución, y al
alma el permanecer siempre indisoluble o en un estado poco diferente?
—Es verdad.
80c
—Pero observa, que después que el hombre muere, su parte
visible, el cuerpo, que queda expuesto a nuestras miradas, que llamamos
cadáver, y que por su condición puede disolverse y disiparse, no sufre por lo
pronto ninguno de estos accidentes, sino que subsiste entero bastante tiempo, y
se conserva mucho más, si el muerto era de bellas formas y estaba en la flor de
sus años; porque los cuerpos que se recogen y embalsaman, como en Egipto, duran
enteros un número indecible de años; y en aquellos mismos que se corrompen, hay
siempre partes, como los huesos, los nervios y otros miembros de la misma
condición, que parecen, por decirlo así, inmortales. ¿No es esto cierto?
80d
—Muy cierto.
—Y el alma, este ser invisible que marcha a un paraje
semejante a ella, paraje excelente, puro, invisible, esto es, a los infiernos
(19), cerca de un Dios (20) lleno de bondad y de sabiduría, y a cuyo sitio
espero que mi alma volará dentro de un momento, si Dios lo permite; ¡qué!, ¿un
alma semejante y de tal naturaleza se habrá de disipar y anonadar, apenas
abandone el cuerpo, como lo creen la mayor parte de los hombres?
80e
De ninguna
manera, mis queridos Simmias y Cebes; y he aquí lo que realmente sucede. Si el
alma se retira pura, sin conservar nada del cuerpo, como sucede con la que,
durante la vida, no ha tenido voluntariamente con él ningún comercio, sino que
por el contrario, le ha huido, estando siempre recogida en sí misma y meditando
siempre, es decir, filosofando en regla (21), y aprendiendo efectivamente a
morir; porque, ¿no es esto prepararse para la muerte?
81a
—De hecho.
—Si el alma, digo, se retira en este estado, se une a un ser
semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual goza de
la felicidad, viéndose así libre de sus errores, de su ignorancia, de sus
temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males afectos a la
naturaleza humana; y puede decirse de ella como de los iniciados (22), que pasa
verdaderamente con los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos
decir, Cebes?
—Sí, ¡por Júpiter!
81b
—Pero si se retira del cuerpo manchada, impura, como la que
ha estado siempre mezclada con él, ocupada en servirle, poseída de su amor,
embriagada en él hasta el punto de creer que no hay otra realidad que la
corporal (23), lo que se puede ver, tocar, beber y comer, o lo que sirve a los placeres
del amor; mientras que aborrecía, temía y huía habitualmente de todo lo que es
oscuro e invisible para los ojos, de todo lo que es inteligible (24), y cuyo
sentido sólo la filosofía muestra; ¿crees tú que un alma, que se encuentra en
tal estado, pueda salir del cuerpo pura y libre?
81c-81d-81e
—No; eso no puede ser.
—Por el contrario, sale afeada con las manchas del cuerpo,
que se han hecho como naturales en ella por el comercio continuo y la unión
demasiado estrecha que con él ha tenido, por haber estado siempre unida con él
y ocupándose sólo de él.
—Estas manchas, mi querido Cebes, son una cubierta tosca,
pesada, terrestre y visible; y el alma, abrumada con este peso, se ve
arrastrada hacia este mundo visible por el temor que tiene del mundo invisible,
del infierno; y anda, como suele decirse, errante por los cementerios alrededor
de las tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros
de estas almas, que no han abandonado el cuerpo del todo purificadas, sino
reteniendo algo de esta materia visible, que las hace aún a ellas mismas
visibles.
—Es muy probable que así sea, Sócrates.
—Sí, sin duda, Cebes; y es probable también que no sean las
almas de los buenos, sino las de los malos, las que se ven obligadas a andar
errantes por esos sitios, donde llevan el castigo de su primera vida, que ha
sido mala; y donde continúan vagando hasta que, llevadas del amor que tienen a
esa masa corporal que les sigue siempre, se ingieren de nuevo en un cuerpo (25)
y se sumen probablemente en esas mismas costumbres, que constituían la
ocupación de su primera vida.
— ¿Qué dices, Sócrates?
81e6
—Digo, por ejemplo, Cebes, que los que han hecho de su
vientre su Dios y que han amado la intemperancia, sin ningún pudor, sin ninguna
cautela, entran probablemente en cuerpos de asnos o de otros animales
semejantes; ¿no lo piensas tú también?
—Seguramente.
82a
—Y las almas, que sólo han amado la injusticia, la tiranía y
las rapiñas, van a animar cuerpos de lobos, de gavilanes, de halcones. Almas de
tales condiciones, ¿pueden ir a otra parte?
—No, sin duda.
—Lo mismo sucede a las demás; siempre van asociadas a
cuerpos análogos a sus gustos.
—Evidentemente.
82b
— ¿Cómo puede dejar de ser así? Y los más dichosos, cuyas
almas van a un lugar más agradable, ¿no son aquellos que siempre han ejercitado
esta virtud social y civil que se llama templanza y justicia, a la que se han
amoldado sólo por el hábito y mediante el ejercicio, sin el auxilio de la
filosofía y de la reflexión?
— ¿Cómo pueden ser los más dichosos?
—Porque es probable que sus almas entren en cuerpos de
animales pacíficos y dulces, como las abejas, las avispas, las hormigas; o que
vuelvan a ocupar cuerpos humanos, para formar hombres de bien.
—Es probable.
82c
—Pero en cuanto a aproximarse a la naturaleza de los dioses,
de ninguna manera es esto permitido a aquellos que no han filosofado durante
toda su vida, y cuyas almas no han salido del cuerpo en toda su pureza. Esto
está reservado al verdadero filósofo. He aquí por qué, mi querido Simmias y mi
querido Cebes, los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del
cuerpo; se contienen y no se entregan a sus pasiones; no temen ni la ruina de
su casa, ni la pobreza, como la multitud que está apegada a las riquezas; ni
teme la ignominia ni el oprobio, como los que aman las dignidades y los
honores.
—No debería obrarse de otra manera, repuso Cebes.
82d
—No sin duda, continuó Sócrates; así, todos aquellos que
tienen interés por su alma y que no viven para halagar al cuerpo, rompen con
todas las costumbres, y no siguen el mismo camino que los demás, que no saben a
dónde van, sino que persuadidos de que no debe hacerse nada que sea contrario a
la filosofía, a la libertad y a la purificación que ella procura, se dejan
conducir por ella y la siguen a todas partes a donde quiera conducirles.
— ¿Cómo, Sócrates?
82e-83a-83b
—Voy a explicároslo. Los filósofos, al ver que su alma está
verdaderamente ligada y pegada al cuerpo, y forzada a considerar los objetos
por medio del cuerpo, como a través de una prisión oscura (26), y no por sí
misma, conocen perfectamente que la fuerza de este lazo corporal consiste en
las pasiones, que hacen que el alma misma encadenada contribuya a apretar la
ligadura. Conocen también que la filosofía, al apoderarse del alma en tal
estado, la consuela dulcemente e intenta desligarla, haciéndola ver que los
ojos del cuerpo sufren numerosas ilusiones, lo mismo que los oídos y que todos
los demás sentidos; la advierte que no debe hacer de ellos otro uso que aquel a
que obliga la necesidad, y la aconseja que se encierre y se recoja en sí misma;
que no crea en otro testimonio que en el suyo propio, después de haber
examinado dentro de sí misma lo que cada cosa es en su esencia (27); debiendo
estar bien persuadida de que cuanto examine por medio de otra cosa, como muda
con el intermedio mismo, no tiene nada de verdadero. Ahora bien; lo que ella
examina por los sentidos es sensible y visible; y lo que ve por sí misma es
invisible e inteligible (28). El alma del verdadero filósofo, persuadida de que
no debe oponerse a su libertad, renuncia (29), en cuanto le es posible, a los
placeres, a los deseos, a las tristezas, a los temores, porque sabe que,
después de los grandes placeres, de los grandes temores, de las extremas
tristezas y de los extremos deseos, no sólo se experimentan los males
sensibles, que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de
bienes, sino el más grande y el íntimo de todos los males, tanto más grande,
cuanto que no se deja sentir.
83c
— ¿En qué consiste ese mal, Sócrates?
—En que obligada el alma a regocijarse o afligirse por cualquier
objeto, está persuadida de que lo que le causa este placer o esta tristeza es
muy verdadero y muy real, cuando no lo es en manera alguna. Tal es el efecto de
todas las cosas visibles; ¿no es así?
—Es cierto, Sócrates.
— ¿No es principalmente cuando se experimenta esta clase de
afecciones cuando el alma está particularmente atada y ligada al cuerpo?
83d
— ¿Por qué es eso?
—Porque cada placer y cada tristeza están armados de un
clavo, por decirlo así, con el que sujetan el alma al cuerpo; y la hacen tan material
(30), que cree que no hay otros objetos reales que los que el cuerpo le dice.
Resultado de esto es que, como tiene las mismas opiniones que el cuerpo, se ve
necesariamente forzada a tener las mismas costumbres y los mismos hábitos, lo
cual la impide llegar nunca pura al otro mundo; por el contrario, al salir de
esta vida, llena de las manchas de ese cuerpo que acaba de abandonar, entra a
muy luego en otro cuerpo, donde echa raíces, como si hubiera sido allí
sembrada; y de esta manera se ve privada de todo comercio con la esencia pura,
simple y divina (31).
83e
—Es muy cierto, Sócrates; dijo Cebes.
—Por esta razón, los verdaderos filósofos trabajan para
adquirir la fortaleza y la templanza (32), y no por las razones que se imagina
el vulgo. ¿Piensas tú como éste?
—De ninguna manera.